Me encuentro hoy en la tercera planta del hospital Al-Shifa, donde me veo rodeada de niños de mi edad con heridas que parecen doler mucho. También yo siento dolor, pero prefiero quedarme callada, consciente de que sus gritos indican que su situación es mil veces peor. También allí donde vivo, y en sus alrededores, hay muchos niños y jóvenes. Al parecer, la edad media en la Franja es de 17 años. No es de extrañar por lo tanto que en estas últimas semanas hayan muerto más de 200 niños. Parece ser que también hay más de 2.000 que han sido heridos, como yo. A uno de los médicos que se ocupan de nosotros – Mads, que viene de un país en el que hace mucho frío y que siempre se postra sobre mi con una sonrisa enorme, se le ensombrece el semblante cuando se nos categoriza como “daños colaterales” de un conflicto que ha devastado gran parte de mi vecindad, gran parte del único pedazo de tierra que se me ha permitido visitar a lo largo de mi corta vida.
Gaza es un territorio muy pequeño al borde del mar – en el que adoro bañarme con mis amigos y en el que mi padre podía pescar hace unos años – donde se apiñan aproximadamente 1,5 millones de personas. A veces me gusta comparar mi barrio con un pequeño enjambre, en el que el silencio y la tranquilidad son casi tan inalcanzables como la paz. Mi hermana mayor, embarazada de 6 meses ya – siempre se indigna cuando le sugieren – fue el caso con un mensaje de texto que hace poco recibimos, firmado por el ejército israelí – que nos alejemos de las zonas de peligro, allá donde se esconden los terroristas. “¿Adónde vamos a ir?”, grita una y otra vez, “no somos terroristas ni tenemos nada que ver con ellos, ¿por qué nos castigan por el mero hecho de vivir aquí?”. La verdad es que mi hermana no lo sabe, pero de forma indirecta si que tenemos algo que ver con ese grupo llamado Hamás – grupo islamista creado en 1987 con el doble objetivo de establecer un estado islámico en Palestina y de resistir a Israel – ya que papá, frustrado por la forma en que el grupo rival – la Autoridad Palestina – siempre cedía ante Israel y no contribuía en nada a la liberación de Palestina (“Arafat murió y nos quedamos sin héroes capaces de convencer al mundo entero e ilusionar a nuestro pueblo”, solía repetir mientras mientras chasqueaba la lengua), votó por ellos en 2006. Por aquel entonces, y seguramente porque era todavía una renacuaja, papá me hizo guardar el secreto: sabía cómo iban a reaccionar nuestros vecinos, más aún cuando la victoria de los islamistas dio lugar a una guerra entre facciones palestinas que nos hizo probar por primera vez el amargo gusto de la impotencia. En 2008, durante lo que Israel denominó “Operación Plomo Fundido”, comencé a familiarizarme con la violencia sin sentido, e inventé una canción que entonar a grito pelado cuando las bombas iluminaban el cielo sobre nosotros. Mamá, muerta de miedo y destrozada por las historias que sus amigas le contaban sobre hijos desmembrados y maridos desaparecidos, no podía parar de llorar. Y papá, que desde el alba se unía a los equipos de rescate, nunca estaba ahí para consolarnos.
La ONU, en su Informe Goldstone, declaró que ambos bandos habían cometido crímenes de guerra durante el conflicto. Todo estaba destrozado a nuestro alrededor, se impuso un bloqueo sobre la Franja, y la falta de electricidad, alimentos y servicios básicos se convirtió en el pan nuestro de cada día. Pero al menos nos teníamos a nosotros, algo que no muchos de nuestros amigos podían decir. En 2012, sin embargo, la guerra estalló de nuevo. Fue una escaramuza mucho menos intensa, pero en esta ocasión fuimos nosotros los que tuvimos que llorar la muerte de mi padre, que no pudo escapar al misil que se abalanzó sobre el y otros cuatro civiles. Despues de 2012, Hamás se volvió más fuerte que nunca, ya que demostró al mundo entero que – a pesar del bloqueo y de que Egipto estaba destruyendo los túneles que unían la península del Sinaí con Gaza, a través de los cuales nos llegaban desde armas hasta pollo del KFC – era capaz de fabricar cohetes que podían alcanzar varias poblaciones israelíes.
Y son precisamente estos cohetes los culpables – en parte – de que yo todavía no sepa si Ahmed, que yace en la cama de mi izquierda, podrá algún día levantarse. Todo empezó con el secuestro cerca de Hebrón de tres adolescentes inocentes como nosotros: Naftali, Gilad y Eyal. El gobierno israelí enseguida acusó a Hamas del secuestro, y puso Cisjordania patas arriba. La población israelí, enardecida por sus políticos, se volvió en algunos casos contra la población árabe, y de nuevo un niño inocente, Mohammad Abu Khieder, fue asesinado como consecuencia del odio irracional que durante décadas ha envenenado la región. Al parecer, se sabía que los niños habían sido asesinados desde un primer momento, pero ello no impidió que Israel, en teoría respuesta a los cohetes que no cejaban de obligar a que sus ciudadanos pasaran horas en refugios, iniciara una ofensiva – bajo el estandarte del derecho a la “autodefensa” del país – que desde el primer momento, por su determinación e intensidad, hizo que mi madre rece por nuestras almas durante horas.
A veces nos visitan periodistas, y aunque los médicos protesten, saben que es quizás el único medio de que el mundo sepa lo que está pasando. Yo todavía no se muy bien qué es lo que pasará, ni tampoco que es lo que ha pasado, en realidad. Me asusta pensar que hay niños israelíes aterrorizados, como nosotros, por lo que puedan estar haciendo algunos individuos en mi derredor. Quizás sus abuelos nos robaran nuestra tierra, pero ellos no tienen la culpa de haber sido criados en el victimismo y un discurso en el que Palestina merece lo que tiene. Al igual que nosotros no tenemos la culpa de no disponer de un sistema de defensa como la Cúpula de Hierro, que hubiese podido impedir la muerte de más de 1.000 personas en menos de un mes. A veces intento comprender lo que dicen los periodistas en sus retransmisiones: Israel y sobre todo su temible Primer Ministro “Bibi”, han perdido el control y se están viendo obligados a ganar una guerra desde el punto de vista técnico que a todas luces perderán desde el punto de vista estratégico. La gente empieza a ser consciente de la asimetría entre ambas facciones, y ello no hace sino arrojar luz sobre la situación en la que los palestinos – en Gaza y en Cisjordania, por no hablar de los refugiados que aún sueñan desde países vecinos con volver a ver su hogar algún día – han vivido durante décadas, que cada vez un mayor número de personas asimila al apartheid sudafricano, ante el que la comunidad internacional se mantuvo impasible durante lustros.
Este texto fue publicado por Columna Zero el 28 de julio de 2014.